LOS GIGANTES DE LA TIERRA

LOS GIGANTES DE LA TIERRA

LOS GIGANTES DE LA TIERRA

Era mi primer viaje a África y de milagro no fue mi último.

Mi amigo Alberto me convenció para acompañarle a una aventura muy especial; conocer a la tribu con mayor estatura del planeta, los Dinka, de Sudán del sur, que promedian 1,96 m los hombres y 1,76 m las mujeres.

Estos gigantes se dedican a la ganadería, mientras que las mujeres cultivan pequeños huertos.

Del ganado aprovechan casi todo, y curiosamente no matan al ganado para conseguir carne, sino que solo lo hacen en señal de duelo, cuando alguno de sus parientes muere.

Entonces matan al animal y lo consumen durante el duelo.

Durante el primer fin de semana nos habían invitado para conocer sus danzas y costumbres, una celebración que tenía lugar a medianoche,

No tenía ningún deseo de adentrarme en la selva a medianoche siguiendo el ritual africano, pero Alberto estaba entusiasmado, para esto habíamos venido, hasta se puso borde cuando le comenté que estaba muy cansado que podía esperarle en Yuba. No me dio opción, si no iba al ritual para estrechar lazos entre nosotros y los Dinka, podía dar por hecho que no volvería a viajar con él.

Como es lógico, acepté. No quería regresar con Alberto enfadado y sin la posibilidad de realizar más viajes.

Sus ansias por conocer personas extraordinarias, lugares remotos inundaban sus pensamientos, deseaba estar donde nadie había estado.

Pregunté sobre el ritual para conocer en qué consistía, pero parecía un secreto mejor guardado que la fórmula de la Coca-Cola.

Las respuestas fueron que lo pasaríamos muy bien y me confirmaron que no existiría ningún problema. Lo que debe traducirse en ningún peligro.

Era jueves y dormí mal. Hacía calor y los insectos no me dejaron descansar.

Al día siguiente, subimos en un jeep y emprendimos un viaje de 1997 km que nos llevó la friolera de 1 día y 12 h desde Yuba la capital, hasta la aldea de Adodo, en el alto Nilo, en el norte de Sudan.

Como en todo el país desde su independencia en 2011, las guerrillas y los insurgentes campan a sus anchas.

Conté más de 20 los sobornos que tuvimos que ir pagando para poder continuar. Cualquiera con un AK-47 te hace pagar. Son peajes en caminos polvorientos.

A veces por cómo gritaban pidiendo más dinero, moviendo sus fusiles hacia nosotros, te hacían pensar en lo peor.

No tenía miedo. Al menos eso me decía, pero esos momentos retenidos… se hacían interminables.

Llegamos a la aldea a medianoche. Muy cansado, con hambre, sed. Nos recibieron 5 o 6 hombres vestidos a la manera tradicional. Es decir, con un taparrabos y el rostro pintado. Uno de ellos me abrazó. El otro me extendió un cuenco con un líquido oscuro sobre el que volaban varios insectos, para que bebiera. Ahí tuve el primer encontronazo. Bebí muy poco. Sabía mal. Bueno, no mal. Sabía terriblemente mal. En la vida había probado una cosa tan horrible, pero bueno. Traté de sonreír y devolví el cuenco después de pegar un sorbo que me obligó a cerrar los ojos.

Los hombres, en vez de aceptar el cuenco, se quedaron mirándome. El intérprete me comentó que debía beber todo el contenido. Las moscas o los insectos se posaban en el cuenco. Un par de ellas flotaban en el líquido oscuro. Muertas. No contentas con la situación, empezaron a molestarme. Trataba de mantener el tipo, a las doce de la noche, delante de aquellas torres humanas. Muerto de sueño. Con sed, con hambre. Abrumado por el calor. Sudado a más no poder. Y encima, con ganas de ir al retrete.

Fue tanta la presión que me bebí el líquido de un tirón con la esperanza de que me dejaran en paz y fracasé. A los dos minutos estaba en el suelo, vomitando y sin fuerzas. Después de un rato fui capaz de incorporarme. Todo esto con mucho esfuerzo. Las piernas me temblaban, las sacudidas me hacían tiritar, como si mis músculos se revelasen, sentía ardor en el estómago.

Alberto me preguntó si me encontraba bien. La respuesta no importó en absoluto porque uno de que aquellos hombres, el que parecía el jefe, me extendió una lanza y tras darme un golpe afectuoso en la espalda, entendí que debía seguirlo.

AQUÍ FUE CUANDO DE VERDAD EMPEZARON MIS PROBLEMAS, PERO TODAVÍA NO ERA CONSCIENTE.

Alberto, al ver como me retorcía, declinó beber del cuenco infernal.

El que supuestamente era el jefe, no le gustó el rechazo de Alberto al brebaje, pero al verme a mí en el suelo, una sonrisa de superioridad se reflejó en su cara.

Mi amigo me preguntaba con eco. Mi semi consciencia me impedía contestar, mis sentidos se apagaron como si me fuera a desconectar, me costaba pensar y mis palabras eran retenidas.

Me dio un poco de agua embotellada que también vomité.

Por momentos perdía la consciencia, una pesadilla en la que no eres el protagonista, lo veía desde la lejanía como si le estuviese pasando a otro.

Me desperté al día siguiente, en una habitación con la pintura desconchada y llena de manchas, había unas 20 camas, todas muy juntas con pequeñas mesillas atiborradas de vendajes, botellas y medicamentos.

Las quejas y lamentos se mezclaban con el sonido chirriante de los ventiladores de madera del techo, que intentaban remover un aire espeso cargado de olores a comida, sangre, sudor y desinfectante. Estaba en el hospital más cercano en Malakai, a donde me llevaron durante la noche.

Al comprobar que había entrado en un trance y que no reaccionaba. Mis chorros de sudor y delirios por una fiebre que rompía los termómetros… se preocuparon por mi vida.

Al cabo de un rato mirando al resto de enfermos y sus caras de dolor, apareció la única cara conocida y blanca como la mía, mi amigo Alberto, que con una enorme sonrisa se apresuró a mi lado para cogerme la mano, al ver que por fin me había despertado.

Siempre había tenido un estómago delicado, donde mi gusto por el picante me hacía pasar malas digestiones. No hay mal que por bien no venga y eso es lo que me ocurrió en Adodo, a partir de ese brebaje nunca he vuelto a tener problemas de estómago y ahora puedo saborear todo el picante que desee.

Permanecí casi una semana recuperándome en el hospital, donde me contaron uno de los motivos por el que la tribu de los Dinkas era tan altos, además de la genética: su dieta. La gran cantidad de leche estimula la creación de insulina y con ello, hormonas que inducen al crecimiento, unido al cruzamiento interno, hacen que los Dinkas sean los gigantes más altos del planeta.

Manute Bol fue de los jugadores más altos que haya jugado nunca al baloncesto en la NBA y pertenecía a la tribu de los Dinkas.

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